En medio de la quietud de la noche, María yacía en su cama, contemplando el techo en la oscuridad. Había pasado varias horas tratando de conciliar el sueño, pero este se le escapaba como agua entre los dedos. Su mente estaba inquieta, revolviéndose en un torbellino de pensamientos y preocupaciones.
La habitación estaba envuelta en un silencio sepulcral, roto solo por el tic-tac monótono del reloj de pared. Cada segundo parecía prolongarse infinitamente, mientras María seguía sumergida en un estado de vigilia tortuosa.
Se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Afuera, la ciudad estaba bañada por la luz de la luna, pero para ella, todo seguía siendo un manto de sombras. El insomnio había llegado para reclamar su atención una vez más.
Decidió prepararse una taza de té caliente, esperando que el calor reconfortante la ayudara a relajarse. Mientras el agua hervía, sus pensamientos volaban a través de los recuerdos y preocupaciones del día. ¿Había olvidado algo importante? ¿Qué pasaría mañana en el trabajo?
Finalmente, se sentó en el sofá con la taza entre las manos, observando cómo se formaban pequeñas espirales de vapor. Cerró los ojos y respiró profundamente, intentando encontrar un atisbo de paz en medio del caos mental.
A medida que las horas pasaban y el amanecer se acercaba, María se resignó a la realidad: esta sería otra noche de insomnio. Aunque sabía que el día que se avecinaba sería difícil, también encontró consuelo en el hecho de que cada noche de vigilia la hacía más fuerte, más resiliente ante los desafíos que la vida le presentaba.